Cálculo y relato: el campo de batalla de la política actual.

En política, el cálculo se ha transformado en la brújula predominante. No se trata de una estrategia basada en convicciones, sino de actuar según la dirección de la ola: sumarse en el momento exacto en que la opinión pública está del lado de cierto tema o figura. No es un pensamiento profundo ni una visión de país; es, más bien, supervivencia política. Este cálculo oportunista no evidencia coherencia ni liderazgo, sino una habilidad para adaptarse al clima del momento, aunque ello signifique renunciar a principios. La sociedad se vuelve juez, motor y, al mismo tiempo, objeto de manipulación, y en ese contexto vale recordar que “el amor por la patria no es patrimonio exclusivo de ninguna fuerza política”. Ese debería ser el punto de partida de cualquier decisión, y no las etiquetas ni las modas mediáticas.

A esto se suma un problema estructural en los partidos políticos. A marzo de 2025 existían 23 partidos constituidos legalmente en Chile, con un total de poco más de 500.000 militantes, cifra que representa apenas cerca del 3 % del padrón electoral, considerando que en las últimas elecciones el universo de votantes bordeó los 15 millones de personas. Una franja mínima del electorado decide quiénes serán los candidatos y, eventualmente, quienes podrán gobernar. Este reducido peso ciudadano, sumado a la dinámica interna, ha hecho que muchos partidos funcionen más como agencias de empleo que como espacios para formar y proyectar nuevos liderazgos. El incentivo principal parece ser asegurar cargos y cuotas de poder, dejando en segundo plano la elaboración de ideas y proyectos que trasciendan.

En este contexto, el relato político se ha empobrecido y reducido casi exclusivamente a la agenda de seguridad pública. Si bien es un tema prioritario para gran parte de la ciudadanía, no puede convertirse en el único eje del debate. Las encuestas, como las del Centro de Estudios Públicos (CEP) e Ipsos, muestran que la delincuencia y los asaltos encabezan las preocupaciones, con niveles cercanos al 59 % de menciones, pero también aparecen en posiciones destacadas el desempleo (35 %), la salud (29 %), las pensiones y la educación. Es urgente ampliar la discusión hacia esos ámbitos, que son igual de relevantes para el bienestar de la población y para definir el rumbo del país. El relato no puede quedarse atrapado en una sola consigna; debe abrir espacio a un proyecto de desarrollo integral, que mire el costo de la vida, el modelo económico y la cohesión social.

La influencia de la opinión pública en las decisiones políticas es hoy innegable. Estudios de comunicación política demuestran que, en contextos de alta exposición mediática, los gobiernos tienden a modificar agendas, acelerar proyectos o frenar reformas en función de lo que marcan las encuestas semanales. Esto significa que no solo se mide el pulso ciudadano, sino que se actúa en consecuencia para evitar costos políticos inmediatos, incluso si eso va en contra de una estrategia de largo plazo. El resultado es un ecosistema donde se premia el gesto rápido por sobre la planificación, y la imagen por sobre el contenido. Y cuando la política se somete por completo a este vaivén, lo que se debilita no es solo el relato, sino la propia estructura democrática.

En este escenario, donde cálculo, partidos, relato y opinión pública se entrelazan, surge lo que algunos llaman “aburrida democracia”, que parece importar cada vez menos. Datos de encuestas como Latinobarómetro y Cadem muestran que, si bien la mayoría —alrededor de un 60 %— sigue prefiriendo la democracia, ha crecido el grupo, hoy cercano al 25 %, que declara no importarle si el régimen es democrático o autoritario, siempre que resuelva los problemas. Este desinterés es una alerta: debemos cuidar esta democracia, evitando que gobernantes usen sus reglas para concentrar todos los poderes del Estado, gobernar por decreto o perpetuarse en el poder, incluso abriendo la puerta a la reelección indefinida.

Si no rompemos este ciclo, seguiremos atrapados en un bucle predecible: izquierda, derecha, izquierda, derecha. Cada gobierno de cuatro años girará sobre su propio eje, desmontando lo que hizo el anterior y sin consolidar una visión de país. La falta de continuidad impedirá trazar una hoja de ruta a 20 años y cualquier reforma de envergadura será desmantelada antes de madurar. Por eso, más que cálculos tácticos, necesitamos visión estratégica; más que oportunismo, compromiso con un relato nacional que trascienda el calendario electoral. El futuro de Chile no se construye con encuestas semanales ni con gestos superficiales: se construye con liderazgo firme, ideas claras y la determinación de mirar más allá del corto plazo, porque la patria no espera a que la política encuentre su brújula.


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