Lonquimay: desarrollo con identidad
Lonquimay: desarrollo con identidad
Hablar de Lonquimay desde la lógica tradicional del desarrollo suele llevarnos a una lista de indicadores: altos niveles de vulnerabilidad social, bajos índices de escolaridad, escasa diversificación productiva, desempleo. Bajo esa mirada estadística, Lonquimay aparece como una comuna “pobre”.
Pero si en lugar de mirar corriendo, observamos con calma, descubrimos otro relato: los tonos ocres y rojos de los robles, raulíes y ñirres que se mezclan con las verdes araucarias, lengas y coigües. Escuchamos el viento puelche que baja desde la cordillera, el silbido del pitío, el griterío de las cachañas, el relinchar de los mancos. Y sentimos ese aroma inconfundible del asado de chivo, de los piñones tostándose al calor de la cocina a leña, del pan amasado recién salido del horno.
Nada de eso aparecerá en un paper académico ni en las portadas de los diarios económicos. Sin embargo, ahí está el verdadero capital de este territorio: su identidad, su memoria, su cultura viva.
El modelo dominante nos ha enseñado a medir el desarrollo por lo que se tiene, no por lo que se es. Nos ha hecho creer que el éxito depende del estatus social, del consumo o del lugar al que uno logra “llegar”. Y en ese proceso hemos olvidado algo esencial: que el bienestar también se construye desde el arraigo, desde el vínculo con la tierra, desde el sentido de comunidad.
Por supuesto que nuestras familias merecen condiciones dignas, oportunidades y apoyo del Estado. Pero el desafío va más allá: no basta con reducir la pobreza material si seguimos empobreciendo nuestra identidad.
Durante generaciones, muchos padres han dicho con cariño pero también con resignación: “quiero que te vayas, que seas alguien en la vida, que seas mejor que yo.” Sin quererlo, esas palabras fueron sembrando en los hijos una distancia con su propio territorio, como si “ser alguien” implicara necesariamente irse.
Pero hoy sabemos que no hay contradicción entre crecer y quedarse. Que se puede estudiar, emprender, crear y soñar desde Lonquimay, con los pies firmes en la montaña y la mirada abierta al mundo.
Cuando pienso en mi padre —ese hombre que fue maestro, agricultor, gasfíter, dirigente social y jardinero— entiendo que el valor de una persona no se mide por los títulos, sino por su capacidad de servir, cuidar y construir comunidad.
Yo podré ser un profesional, pero él es un lonquimayino con identidad. Y eso, hoy más que nunca, es una forma de desarrollo.
No estamos aquí solo para producir, comprar o vender. También estamos para cuidar, educar, compartir y agradecer. Levanta la mirada, observa la montaña y recordemos quiénes somos.
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