Trump y Musk: la sombra sobre la democracia.

En los últimos días hemos sido testigos de una escalada política y mediática que tiene como protagonistas a dos de los personajes más influyentes y controversiales del escenario global: Donald Trump y Elon Musk. Lo que comenzó como un cruce de declaraciones ha derivado en un conflicto de alto voltaje, con implicancias profundas sobre el estado actual de la democracia en Estados Unidos y, por extensión, sobre el modelo democrático occidental.

Más allá de si simpatizamos o no con Trump —una figura polarizante por naturaleza— hay un hecho que no puede pasarse por alto: fue elegido democráticamente por millones de personas que depositaron en él sus esperanzas, temores y frustraciones. Gusten o no sus políticas o su estilo, el proceso que lo llevó al poder fue legítimo, y esa legitimidad no puede quedar a merced de intereses particulares, por muy poderosos o influyentes que sean.

Aquí es donde entra Elon Musk. El magnate tecnológico, que ha construido su imperio sobre la base de la innovación y la retórica de la libertad, parece estar utilizando su inmenso poder económico y comunicacional para avanzar en una agenda explícita: impedir que Trump continúe en la escena política. Lo hace desde sus plataformas digitales, desde sus redes empresariales y desde su influencia global.

¿La razón? Musk lo dejó entrever en su cuenta de X: “Mantienen los recortes de incentivos para vehículos eléctricos y energía solar en el proyecto de ley, mientras no tocan los subsidios al petróleo y al gas. ¡Eso es muy injusto!”. En otras palabras, el quiebre se produce porque Trump cumplió una de sus promesas de campaña: reactivar la industria petrolera, en detrimento de los subsidios para la electromovilidad —el corazón del modelo de negocios de Tesla, la joya de la corona de Musk.

Lo que podría parecer un choque de egos o de visiones de país, en realidad revela algo más profundo y preocupante: la creciente privatización de la política. Hoy, decisiones de Estado y debates democráticos están siendo desplazados por la voluntad de actores privados con un poder económico, tecnológico y mediático sin precedentes. ¿Qué valor tiene el voto ciudadano cuando los algoritmos que definen lo que vemos y lo que no, o las plataformas que organizan el debate público, están al servicio de intereses corporativos?

Y para echarle más pelos a la sopa, Musk fue el mayor donante del Partido Republicano en las pasadas elecciones.

La democracia no puede sostenerse si el campo de discusión está dominado por megainfluencers más poderosos que los propios Estados. No se trata de defender a Trump. Se trata de defender el principio básico de toda democracia: que el poder político emane de la ciudadanía, no de la billetera ni del alcance digital de unos pocos.

Hoy, el verdadero problema no es Trump. El problema es que hemos permitido que ciertos individuos acumulen tanto poder que pueden, de facto, vetar candidatos, condicionar gobiernos, manipular elecciones y moldear la conversación pública según su conveniencia.

 Esa —y no otra— es la amenaza más seria a la democracia.

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